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  • oyerescritor

Leche

En mi vida, había abierto los ojos tan exageradamente como esa noche; estaba en la cama y acababa de salir de un sueño tan real y alucinante que no me lo podía sacar de la cabeza. Y, ¿si en verdad paso? Sin poder responder mí pregunta, permanecí un buen rato viendo el techo, que era un lienzo negro. Me dolieron los ojos pues penas y parpadeaba. Me senté en el filo de la cama y mi paisaje cambio a un muro lleno de posters de videojuegos y series; el rostro de psicópata de Guts de Berserk me sonreía. El sueño que me había hecho despertar, me dejo con deseos de llorar a mares; más me resistí, como si estuviera sujetándome de la orilla de un rascacielos, negándome a caer; solo pensaba en gritar el nombre de mi madre y meterme entre sus brazos; entonces, recordé que ya tenía veinte años y apreté los parpados de donde escurrían ríos de agua helada.

Salí de la cama y me fui directo al baño del modo más sigiloso que pude, encendí el foco sin embargo evite ver mi reflejo en el espejo mientras avanzaba hasta el inodoro; mire la diminuta alberca blanca, sus aguas esperaban tranquilas a que algo cayera dentro de ellas; me imagine atrapado en el fondo del retrete ahogándome de poco en poco (pues nunca he aprendido a nadar), sacudiendo los brazos, intentando llegar a la orilla para desesperarme todavía más al momento de que se me resbalaran las manos tratando de sujetarme. De repente, enturbie aquel escenario en mi mente cuando me puse a orinar, ni siquiera había notado que tenía desabotonado el pantalón y que me había sacado el pene del calzoncillo. Cuando acabe, al tirar el agua de un horrible color otoñal, me sentí con un poco de ánimo; “vaya, por eso las personas enloquecen, las cosas más cotidianas que enlistar son importantísimas para nuestra mente y ni llegamos a verlo; al menos hasta que no podemos hacerlas bien” reflexione, mientras escuchaba el mismo escándalo de toda la vida, el gruñido de la bestia que se quejaba de que le dieran de comer mierda.

Abrí la llave para lavarme las manos e intente inútilmente no levantar la vista; pero por supuesto ahí estaba, mi otro yo (o el verdadero) con el rostro habitual. Seguía siendo el chico de hace unas horas que se cepillaba los dientes, solo que esta vez, en mi rostro se dibujaba a la perfección la angustia. Me pareció extraño que las lágrimas que me brotaban se desplazaban por mi piel lentamente, como gusanos transparentes intentando abandonar ese suelo por el que andaban.

“Entonces ¿lo que soñé, si paso?” me volví a preguntar después de dejar el baño en completa obscuridad. Para poder responder eso, necesitaba entender lo que había soñado. A medio camino hacia la cocina me puse a revivirlo:

Me encontraba a las afueras de Creel, en el valle de Bisabírachi; esto lo sé, porque conocía el lugar, lo había visitado en tres ocasiones durante las clásicas vacaciones junto a mi madre y sus familiares. En ese inicio, no me preguntaba qué diablos hacia a medio valle, sabía que estaba yendo al pueblo, lo curioso de todo eso, es que no estaba solo, ¡tenía la más jodida compañía de todo el mundo!, había un puñado de insectos de todo tipo formado un círculo entre mis pies ¡no mames! Me dan tanta fobia los bichos que solo de imaginar que fue algo que enserio ocurrió, se me quitaría toda la vergüenza y saldría disparado hacia mi madre. Bueno, volviendo al sueño, pa pronto di un brinco con cada célula onírica de mi organismo y grazne como un pato del susto, de repente, al empezar a descender, se ralentizo mi caída y tocar la tierra me tomo casi un minuto.

‒calma, ‒anunció el viento, tenía la voz de una niña pequeña; sin embargo, creí que se trataba de Dios disfrazado‒ hoy no tienes que ser valiente, nada te tocara ‒al terminar de pronunciar la última silaba, tome aire como lo haría una ballena para sumergirse nuevamente en sus reinos; y poco a poco, el horror que sentía se consumió como todo el oxígeno que había guardado en mis pulmones.

Debajo de mí, las hormigas, escarabajos, gusanos, cucarachas, saltamontes y demás criaturas, seguían caminado de un lado a otro llegando a pasar por encima de otros, parloteaban y se saludaban con las antenas cuando se topaban de frente. En ningún instante dejaron de respetar el círculo que habían creado para mí. Todo pensamiento de ansiedad porque me llegaran a tocar con sus ágiles y flacas patas fue sedado; incluso me habría gustado que alguno se pusiera sobre mi hombro para ver el valle desde mi perspectiva. Una vez que la suela de mis zapatos se encontró con la tierra y las piedrecillas, emprendí mi viaje de regreso al lado de mis diminutos compañeros.

Fuimos por un camino de tierra que atravesaba la llanura conquistada muchas vidas atrás, por las semillas. No había ni una sola nube, nada le estorbara al sol joven para calentar y embellecer al valle, teniendo el cielo a disposición de sus caprichos más infantiles; no obstante, solo se dedicaba a lo sus asuntos como era habitual. Luego de dejar atrás un par de kilómetros, logre ver los primeras edificaciones del pueblecito y fue entonces cuando sentí una astilla en los mas profundo de mi cabeza, algo no andaba bien; pero, continúe, ya estaba a nada de llegar y creía que me iba a encontrar con alguien ahí; “para eso es que he venido hasta acá”, supuse. Conforme me acercaba al pueblo, el suelo empezó a cambiar, no visualmente sino como su textura, era como caminar sobre vidrios rotos, cada paso era más incómodo que el anterior e incluso llegue a de terne para tocarlo, pero nada, era tierra seca y aplanada, solo cuando caminaba lo podía sentir diferente. Mas no fue lo único peculiar, cuando me fije bien, el número de insectos que me acompañaban no era ni la mitad del inicio; me empecé a preocupar, ya no me sentía seguro. Frente a mí las casas y los pocos edificios que eran muy pequeños, tenían un aire de pesadilla “¿Qué hago?”, me pregunte viendo cómo iban desapareciendo los bichos conforme me adentraba despacio en el pueblo lleno de botellas y vasos rotos ocultos a mi vista. Fue entonces que recordé lo que me había dicho el viento “…nada te tocara”. Al ver a mí alrededor, descubrí una puerta que me era familiar, era la puerta que da a mi habitación.

‒nad… me tocara ‒dije intentando calmarme‒. Es un sue… sueño, vamos ‒la curiosidad y el temor luchaban con rabia mientras yo estiraba el brazo hacia el pomo de la puerta.

Tras la girar la perilla de la puerta y entrar, me topé con que daba a una habitación reducida, cuya única luz era la poca que mi cuerpo permitía pasar; dentro, estaba un niño esquelético sentado de perfil en el piso, comiéndose las uñas de sus manos para luego escupirlas. En su espalda sobresalía una joroba que era como una segunda cabeza. El niño murmuraba algo sin detenerse, mientras cortaba la orilla de sus uñas: mama. Me empecé a alejar sin quitar la vista del pequeño, sin dar un solo parpadeo; y para el quinto paso, el chiquillo giro su rostro mecánicamente hacia mí, sus ojos habían sido remplazados por un par de diminutas pantallas en las que se proyectaban tantas imágenes a cada instante, que me era imposible reconocer lo que veía. Fue ahí que abrí los ojos como si tiraran de ellos con pinzas.

Pasado quince minutos de que había despertado, aun no podía decir con seguridad que no había vivido aquello. Estuve de pie en la cocina bebiendo café (yo quería leche, pero se nos había acabado y de eso a beber agua, preferí una dulce taza de café que me mantuviera despierto) mientras luchaba por mirar la bombilla encendida.

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